*Faustino García Márquez
Aquí estamos, en medio del océano, a miles de kilómetros de los lugares desde los que nos llegan los alimentos, los combustibles, las medicinas, los bienes de consumo, los turistas. Como tantos otros, en la época de la globalización, el comercio mundial y las trasnacionales. Pero un tanto más, por nuestra relativa lejanía y nuestra absoluta insularidad, que nos interpuso primero en el camino de la expansión colonial europea; y, mucho después, de la expansión vacacional europea.
Así se gestó, hace 50 años, nuestra primera gran crisis contemporánea: el paso de una economía agraria a una economía de servicios, la migración masiva del campo a las ciudades, el abandono del espacio productivo, recolonizado difusamente por la residencia y el ocio, la concentración de actividades y servicios en las capitales insulares, los centros turísticos y algunas franjas litorales más. Una polarización territorial que se vio reforzada por la alta progresiva densidad poblacional del archipiélago. Y ya tenemos todos los ingredientes sobre la mesa.
Pero no; falta el complemento que todo lo sazona: la dependencia, la extrema dependencia. Dependencia económica de una actividad prevalente que se subordina a unos operadores y unas aerolíneas externas y, sobre todo, a unos visitantes externos, a su variable capacidad económica y sus hábitos, sujetos a modas y modos. Dependencia alimentaria, porque son muchos los residentes y visitantes, y poca y decreciente la propia producción de autoconsumo.
Dependencia energética, porque no hemos sabido, podido o querido desarrollar energías alternativas, y seguimos sujetos al petróleo, que impregna toda nuestra vida: el transporte de turistas y residentes, la importación de alimentos y bienes, la exportación agrícola, la producción de agua, la generación de electricidad. Ya es mala pata que nuestra actividad económica más importante empiece y termine con un viaje de miles de kilómetros en avión, con la quema directa de varias toneladas de queroseno en las capas altas de la atmósfera, más sensibles a las emisiones causantes del calentamiento global. Pero hay más: nuestro peculiar sistema territorial. La letal combinación de macrocefalia y dispersión, obliga a los ciudadanos a ir y volver cada día desde su vivienda al trabajo o a los servicios de todo tipo, mayoritariamente en su propio coche y con una ocupación inferior a 1,2 viajeros por vehículo. En estas condiciones, las redes de transporte de personas, mercancías, energía y agua son particularmente ineficientes. Es la causa de que el 28% de las emisiones canarias de gases de efecto invernadero procedan del transporte terrestre. El otro gran capítulo es la generación y consumo de energía eléctrica, incluida la producción industrial de agua, que provocan el 53% de las emisiones. Y las medidas precisas para actuar sobre causas tan difusas y democráticas coinciden, aquí y exactamente, con las necesarias para implantar un modelo sostenible de desarrollo.
Nuestra otra peculiaridad es la vulnerabilidad. Lo que nos hace atractivos, lejanía e insularidad, nos vuelve vulnerables o, si lo prefieren en otro registro, lo más vulnerable es nuestro atractivo. En primer lugar, la afluencia turística. Al incremento del precio de los viajes, por el enrarecimiento y encarecimiento crecientes del petróleo, comienza a sumarse la penalización fiscal por las emisiones del transporte aéreo, que también pueden crear mala conciencia en los viajeros más concienciados.
El aumento de la temperatura, el debilitamiento de los alisios y la mayor frecuencia de los vientos de levante, afectará a nuestro actual confort climático. Las sequías y las plagas acelerarán los procesos de desertización, pérdida de suelos y retroceso o desaparición de algunas especies y ecosistemas que también caracterizan y cualifican nuestro paisaje, componente significativo de nuestro atractivo y esencial de nuestro patrimonio. El riesgo de epidemias y la mayor frecuencia de fenómenos meteorológicos extremos trascenderá con mucho de la pérdida de seguridad para los visitantes: las consecuencias de las posibles situaciones de emergencia se multiplican con la lejanía, la insularidad y la extrema dependencia alimentaria y energética del exterior.
La lejanía del continente europeo no puede hacernos olvidar nuestra cercanía al continente africano, ni los inmensos padecimientos que el clima, la demografía, las guerras y la falta de alimentos, agua y energía están causando a su desesperada población. La solidaridad, la colaboración y el codesarrollo no son para nosotros solo una obligación humanitaria, como país desarrollado, sino una necesidad vital, como pueblo que comparte el mismo espacio del planeta.
Presente imperfecto.
Tenemos algunas experiencias positivas en el Archipiélago, pero casi todas adolecen de la intensidad y continuidad precisas. Bastantes municipios y algunas islas, han formulado Agendas 21 Locales o planes de sostenibilidad, pero son muchos menos los que las han puesto en marcha y mantienen vivo el proceso. A nivel regional, contamos con un plan de desarrollo territorial sostenible, las Directrices de Ordenación General, y con un Plan regional de mitigación del cambio climático y está finalizándose un Plan de adaptación al mismo.
La formulación de estos documentos, en sí, indica una cierta presión y conciencia sociales, y genera, también por sí misma, un efecto pedagógico y movilizador más o menos duradero. Pero tenemos una pertinaz tendencia a afrontar los problemas con palabras, normas y planes. Y las leyes, los planes y las palabras son necesarios, imprescindibles incluso, para definir objetivos, fijar prioridades, diseñar estrategias y coordinar esfuerzos. Pero no son suficientes: persiste en la sociedad y las administraciones del Archipiélago una visión desarrollista y caciquil del territorio, como simple soporte de actividades económicas y yacimiento de votos. Hasta corporaciones significadas por su modernidad en otros ámbitos de la realidad social y económica, mantienen una fe casi franquista en que la clasificación del suelo y las grandes infraestructuras significan desarrollo económico, que el consumo de territorio genera riqueza, en proporción directa.
La crisis económica ha aumentado la miopía y disparado la voracidad. Todo vale para combatir el desempleo. Con su excusa, se emprende la desregulación territorial y acelera el expansionismo inmobiliario e infraestructural. Aumenta la dispersión y, en un entorno social y ambiental crecientemente desprotegido y empobrecido, crece el despilfarro multimillonario en infraestructuras innecesarias, que no corrigen las ineficiencias del sistema, pero consumen y compartimentan el espacio. Y como incumplir las leyes sostenibles sabe a poco, se anuncia su próxima voladura. Y todo ello, sin necesidad de invocar al tangible fantasma de la corrupción.
Futuro posible.
La crisis económica, que arrancó a mitad de los años 70 del pasado siglo, y que sigue transformando la economía y la sociedad mundiales, no está sola: la acompañan las crisis del clima, la energía, el agua, los alimentos, la población, las macrociudades. Estamos ante un cambio global y la sociedad tiene que transformarse profundamente para hacerle frente. Conocemos el itinerario a seguir, de tanto hablarlo, legislarlo y planificarlo: conservar y adaptar nuestro patrimonio natural y paisajístico, promover energías alternativas, preservar el suelo agrario como recurso estratégico y fomentar su puesta en cultivo, compactar y dotar de servicios a nuestras ciudades y pueblos, movernos menos y colectivamente, urbanizar y edificar con el clima y la sostenibilidad como objetivos, ofrecer un destino turístico paradigma de sostenibilidad, convertir las Islas en laboratorio para investigar el clima, el agua y los alimentos y promover el codesarrollo con los pueblos vecinos.
Es necesario, imprescindible y urgente; pero, además, es posible. Hay experiencias de las que podemos y tenemos que aprender, pero urge echar a caminar. Ahorrar agua, electricidad y gasolina o separar residuos son prácticas al alcance de todos; pero no podemos quedarnos solo ahí, se necesita actuar también colectivamente, apoyando a los grupos sociales que trabajan por la transformación, integrándose en organizaciones cívicas, implicándonos, participando activamente, recuperando la capacidad individual y colectiva de reaccionar, de resistir, de indignarnos, de exigir.
La función de las instituciones y administraciones es liderar este proceso, y también depende de nosotros, como ciudadanos, con nuestras acciones y nuestros votos, obligarlas a encabezar la marcha, en lugar de pararla, desviarla o prostituirla. En esta empresa, no hay sitio para el fracaso; como concluye el historiador británico Eric Hobsbawm en su Historia del Siglo XX, “el precio del fracaso, la alternativa a una sociedad transformada, es la oscuridad.”
*Arquitecto urbanista
FUENTE: Diario de avisos
sábado, 26 de marzo de 2011
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario